5.5.09

María Teresa Yurén

La filosofía de A. Sánchez Vázquez: una veta para la educación valoral[1]
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Presentación
La amplia producción del filósofo A. Sánchez Vázquez constituye, en su conjunto, un sólido sustento para filosofar desde una perspectiva que este autor llama “filosofía de la praxis”. Si esa aportación ha sido aquilatada en varias ocasiones –como lo muestran los múltiples reconocimientos que este autor ha recibido- hay otra veta que también resulta de enorme valor. Me refiero a un conjunto de herramientas conceptuales que o bien pueden utilizarse como instrumentos analíticos o bien pueden emplearse con un sentido praxeológico, es decir como teoría que puede orientar una praxis y elevar la racionalidad de ésta. Es de esta manera que me he servido de la prolífica obra de Sánchez Vázquez para organizar un metamodelo de educación valoral cuyos rasgos centrales presento en este trabajo.
El documento se estructura en cuatro apartados. En el primero, expongo las ventajas que tiene para la educación valoral la posición dialéctica en torno al valor; en el segundo, argumento la necesidad de atender en la educación valoral la indisoluble relación entre moral y política; en la tercera aludo a las orientaciones que se desprenden de la obra de este autor por lo que se refiere a la formación de un talante democrático; finalmente, en el cuarto capítulo me refiero al tipo de praxis educativa que se requiere para favorecer la educación valoral.

Valores y moral en la perspectiva dialéctica
Frente al subjetivismo y el objetivismo axiológicos, la perspectiva dialéctica que sostiene Sánchez Vázquez tiene un enorme potencial formativo. Por una parte, porque nos previene de centrar el proceso educativo en las preferencias y actitudes de los sujetos sin tomar en cuenta suficientemente las repercusiones sociales de éstas. Este olvido ha llevado en no pocos casos a aberraciones en la historia como cuando un pueblo ha cultivado la preferencia de la pureza racial por encima de los derechos de otros pueblos. Por otra parte, nos previene también de la tentación metafísica de pensar que los valores están inscritos ya en el ser de las cosas y que son necesarios, inmutables y universales. Esta idea nos coloca en la situación de clasificar a las personas en dos posiciones: la de quienes conocen los valores y son dueños de la sabiduría moral y la de quienes no conocen los valores y se mantienen en una especie de maldad no culpable que hay que tolerar (en el sentido de soportar), pero sólo durante el tiempo razonable para sacar del “error” a las almas perdidas.
El enfoque dialéctico de este autor nos coloca en una posición que favorece el pluralismo y la democracia porque considera que el valor surge de la unidad indisoluble del sujeto y el objeto. Esa relación no es ahistórica, por el contrario siempre es concreta, singular; se da en un tiempo y en un espacio determinados. Refiriéndose al campo del arte, Sánchez Vázquez (1992b) alude la situación estética en la que se realiza esa unidad sujeto-objeto (p. 105). Con base en esta idea y considerando al valor en general, he denominado “situación axiológica” a aquella en la que se da la relación y mutua dependencia entre el elemento subjetivo del valor –la preferencia- y el elemento objetivo –una cualidad o propiedad objetiva. El valor está sustentado en ciertas propiedades reales que no son valiosas por sí mismas, pero que llegan a ser valiosas cuando un sujeto las pone en relación consigo mismo, con sus intereses y necesidades. En palabras de Sánchez Vázquez (1979) “el valor no lo poseen los objetos de por sí, sino que éstos lo adquieren gracias a su relación con el hombre como ser social. Pero los objetos, a su vez, sólo pueden ser valiosos cuando están dotados efectivamente de ciertas propiedades objetivas” (p. 118).
Una consecuencia que de aquí se deriva es que el valor existe idealmente en la situación axiológica, pero sólo puede existir realmente cuando media la praxis. Es el ser humano –dice Sánchez Vázquez (1979)- como ser histórico social y con su actividad práctica el que crea los valores y los bienes en que se encarnan, al margen de los cuales sólo existen como proyectos u objetos ideales (p. 123).
Entre valores y moral hay también una estrecha relación pues la preferencia y la realización del valor forman parte de la estructura del acto moral. En efecto, según este autor, los elementos que dan estructura al acto moral son: a) el motivo (aquello que impulsa a actuar o perseguir un fin); b) la conciencia del fin que se persigue (anticipación ideal del resultado por alcanzar); c) la elección de un fin entre otros (lo cual implica ponderar los valores de los distintos fines y determinar que uno de ellos es preferible a los demás, es decir, es más valioso que los otros); d) la decisión de realizarlo (la voluntad de hacer efectivo el acto, asumiendo las consecuencias que tendría el realizarlo), y d) la realización del acto moral (el empleo de los medios adecuados para hacer el resultado efectivo, con sus respectivas consecuencias) (S.V.[3], 1979, 66-68).
La moral es algo más que preferencias y realización de valores. En la perspectiva de Sánchez Vázquez (1979), la moral surge cuando el ser humano forma parte de una colectividad (p. 33). Consiste en un conjunto de normas y reglas de acción destinadas a regular las relaciones de los individuos en una comunidad social dada (p. 35) e implica no sólo el conjunto de principios, valores y prescripciones que se aceptan como válidos (dimensión normativa), sino también los actos concretos que se realizan conforme a esas normas, principios y valores (dimensión fáctica) (p. 57). Además de estas dimensiones que señala expresamente este autor, podemos inferir otra que hace referencia a la “aceptación libre y consciente de esas normas” (p. 55) y que podemos llamar “dimensión personal”.
De esas distinciones se derivan algunos aspectos que es indispensable atender en la educación valoral, cuando se trabaja desde una perspectiva dialéctica. Por una parte, hay que considerar el conjunto de prescripciones y valores o ideas de la vida buena (sintetizadas en el término “eticidad”) que por la vía de la socialización y la enculturación se traspasan de una generación a otra (Yurén, 1995); por otra, hay que atender a los procedimientos en virtud de los cuales un sujeto pondera valores y construye principios conforme a los cuales juzga normas y se adhiere o no a ellas. Además, es indispensable estimular el desarrollo de la capacidad práctica del sujeto para realizar los valores que ha considerado preferibles y para actuar conforme a las normas y principios a los que se ha adherido. En suma, una educación valoral de corte dialéctico debe atender a la eticidad que se internaliza y a los procedimientos de juicio moral,[4] pero sobre todo, a la capacidad práxica del agente moral. Esto último es especialmente importante en un momento como el actual en el que, como dice Bauman (2002), los sujetos han perdido capacidad de agencia por efecto de la lógica instrumental que se impone en todos los órdenes de la vida.

De la actuación moral a la actuación política
La obra de Sánchez Vázquez permite también superar una posición que no por frecuente en el ámbito de la educación valoral deja de contradecir la función de esta forma de educación. Me refiero al hecho de ignorar que en sociedades en las que se ejercen diversas formas de dominación, explotación y exclusión, las cuestiones morales son también cuestiones políticas en la medida en la que las normas, los principios y valores prevalecientes suelen justificar la dominación o el ejercicio del poder de unos sujetos sobre otros. Este velo que suele desplegarse para ocultar la dominación hace inaceptable lo que, en cambio, resulta deseable desde una perspectiva dialéctica: que la actuación moral se traduzca en actuación política para reivindicar derechos individuales y sociales.
Este filósofo llama la atención sobre ese ocultamiento ideológico de la dominación y sobre la necesidad de no aceptar sin más las normas morales. Esto conduce necesariamente al criterio para juzgar dichas normas. Al respecto, no cabe duda de que Sánchez Vázquez (1979) valora el principio formal kantiano que exhorta a considerar siempre al ser humano como un fin y no como un medio, hasta el punto de afirmar que un indicador del progreso moral es la conducta de los sujetos que hacen efectivo dicho principio en actos concretos (p. 47). Sin embargo, su perspectiva dialéctica le obliga a superar la posición puramente formalista para buscar un principio material. Éste aparece de manera implícita en toda su obra y podemos denominarlo “principio de emancipación”. Una posible enunciación de este principio sería: “Tiene validez moral una norma o un principio cuya aplicación en actos concretos favorezca la emancipación de los seres humanos, entendida como la superación de la dominación de unos sobre otros”. Este principio se concreta en las normas que aporta nuestro autor (S.V., 1979) para juzgar la validez de las normas morales. Una norma tendrá: 1) justificación social si corresponde efectivamente a necesidades e intereses sociales; 2) justificación práctica si existen condiciones reales para su aplicación; 3) justificación lógica si la norma demuestra coherencia con las demás normas del código moral del que forma parte; 4) justificación científica si su contenido es compatible con los resultados de los conocimientos científicos, y 5) justificación dialéctica si aporta elementos susceptibles de enriquecerse e integrarse en una moral universalmente humana (pp. 206-212). En consecuencia, resulta moralmente deficiente una norma que no satisfaga esos criterios en su conjunto, como sucede con las normas que favorecen de alguna manera la dominación o la explotación.
Según Sánchez Vázquez (1980b) el carácter político de una norma radica en la medida en que favorece el ejercicio del poder de ciertas fuerzas sociales, en tanto que su carácter moral reside en la aceptación consciente y libre de esa norma por parte de los sujetos (p. 18). La política está imbricada íntimamente con la moral pues toda política supone cierta moral y toda moral una política. Tanto una como otra responden a necesidades e intereses sociales: “la moral como peculiar regulación normativa de las relaciones entre los hombres; la política como actividad práctica social, como lucha de clases” (S.V., 1980b, p. 17). Por eso, desde el punto de vista de un proyecto emancipatorio, contribuir a la transformación de un mundo en el que persiste la explotación y la opresión es una opción política y también una exigencia moral.
Así, frente a la posición que sostiene una política sin moral o la que sostiene una moral sin política, nuestro autor plantea una interdependencia entre política y moral. Por una parte, dice, cuando de lo que se trata es de transformar el mundo (finalidad política), la moral está al servicio de la política; pero esto sólo en cuanto al contenido (sistema normativo dictado por el interés de clase), más no en cuanto a la forma (como regulación normativa de las relaciones entre los hombres asumida por ellos consciente, libre y voluntariamente). Si la subordinación llegara a darse en los dos aspectos, la moral se convertiría en sierva de la política (p. 18) y ésta última perdería su índole emancipatoria.
Decir que una actuación moral tiene un carácter político no quiere decir que se convierta necesariamente en una praxis política. Esta última tiene su especificidad pues consiste en una actividad desarrollada para llevar a cabo la transformación de la sociedad mediante la conquista del poder político. La praxis política implica también la unidad de factores subjetivos (fuerzas sociales con cierto grado de conciencia y organización) y objetivos (nivel de desarrollo histórico social que hace posible la transformación radical), así como la unidad de pensamiento y acción (S.V., 1980b, p. 17). Cuando se logra esta unidad y la actividad se enmarca en un proyecto de creación de una sociedad que permita acceder a la verdadera emancipación del ser humano, la política adquiere un carácter revolucionario.
El verdadero revolucionario debe ser un sujeto moral y, como tal, tender a la extinción de toda forma de dominación. Por esta razón no extraña que Sánchez Vázquez (1985) retome la tesis marxiana que afirma que el mejor Estado es aquél que prepara las condiciones para su propia extinción y, en congruencia con esto, sostenga que la mejor política es la que tiende a su propia negación. Así, la política revolucionaria ha de conducir a la extinción del Estado que se erige como aparato de coerción y dominación y, por tanto, ha de conducir a la desaparición de la política, entendida como lucha por el poder, como relación entre dirigentes y dirigidos. Desde este punto de vista, la política revolucionaria se subordina a la moral porque su función es la de contribuir a que se cumpla lo que, en opinión de este autor, es el destino futuro y final de la moral: afirmarse frente al derecho y la política (pp. 81-92).
Lo anterior significa que para lograr una transformación radical de la sociedad no es suficiente sustituir un poder con otro poder, una función represiva con otra función represiva. El proceso es más complejo y exige que, una vez instaurado un poder revolucionario, éste comience a crear las condiciones de su propia abolición como dominio. Sólo un poder como este, dice Sánchez Vázquez (1985), “abrirá el acceso a eso más allá [del poder como dominación] que consiste en la autodeterminación del individuo y la sociedad y, por tanto, a la verdadera realización de la libertad” (p. 124). En síntesis, la praxis política es una actividad que, después de abolir al poder como dominación, ha de conquistar el poder propio que es la autodeterminación.
En este aspecto, nuestro autor (S.V., 1989b) asume como válidas varias tesis marxianas. En primer lugar, la que sostiene, a diferencia de la posición hegeliana, que el Estado constituye una esfera de enajenación que se opone a la emancipación humana y que el poder político, estatal, no tiene un carácter universal sino particular, de clase. Asimismo, sostiene la tesis de que lo político se funda en lo social; sin embargo reconoce que lo político tiene una autonomía relativa dentro del todo social, por lo que, cuando se trata de la conquista del poder, la primacía corresponde a la práctica política.
En torno al problema de la conquista del poder, Sánchez Vázquez (1989b) atribuye a Gramsci el mérito de haber sentado las bases para una estrategia tendente a superar los dilemas sintetizados en la disyunción reforma o revolución; el acceso al poder es, entonces, fruto de la obtención del consenso social, de la lucha política y de la ‘reforma intelectual y moral’ que hay que librar antes de alcanzarlo. Sin embargo, nos previene de que la búsqueda del consenso no debe ignorar la naturaleza del poder político entendido como ‘violencia organizada’ (p. 12); hay que considerar que, independientemente de la forma como se ejerza el poder, existe siempre una relación intrínseca entre éste y la violencia (pp. 4-11).

Responsabilidad, autodeterminación y democracia
El tránsito del poder como dominación al poder como autodeterminación implica, en el contexto de la obra de Sánchez Vázquez (1985), la dialéctica sujeto-objeto, libertad-necesidad, a partir de la cual el autor se opone tanto a posiciones voluntaristas y subjetivistas, como a aquellas que sostienen el curso de una historia sin sujeto (pp. 59-64). Si bien la situación objetiva engendra los posibles caminos y, en este sentido, condiciona al sujeto, dicha situación no engendra directamente la decisión a favor de una de las opciones posibles. Lo que determina esa opción son factores subjetivos; por ello, los agentes históricos no están exentos de responsabilidad moral y política. Esto lo dice Sánchez Vázquez (1985) refiriéndose especialmente a los gobernantes y a los dirigentes políticos (pp. 62-63), sin embargo, puede extenderse a todos los seres humanos que, en tanto agentes históricos, tenemos responsabilidad política y moral. En efecto, esta responsabilidad es imputable a todos aquellos que ejercen su libertad en el seno de la sociedad, y esto se da cuando el agente político-moral “lejos de excluir la necesidad, supone necesariamente su existencia, y actúa en el marco de ella” (S.V., 1979, 111). La libertad se manifiesta como capacidad de elección, decisión y acción; capacidad que constituye, a su vez, el presupuesto de la responsabilidad (S.V., 1985, 11-32). Es atendientdo a la dialéctica libertad-necesidad que nuestro autor afirma –siguiendo a Marx- que los seres humanos hacen la historia, en condiciones dadas que los hacen a ellos y en las que ellos la hacen (p. 56). Es también en este contexto que el autor insiste en el proyecto histórico de emancipación.
Nuestro autor (S.V., 1983) insiste en la responsabilidad que tenemos los seres humanos como agentes históricos de procurar la “verdadera democracia” que, entendida a la manera marxiana, coincide con la emancipación humana. Esta democracia es unidad de lo universal y lo particular y está orientada a la libertad de todos, por ello es democracia para la mayoría y también para las minorías. Esta democracia exige romper los límites que le impone la sociedad burguesa que sólo admite la emancipación política y que mantiene al individuo replegado en sí mismo, en su interés privado y en su arbitrariedad privada, y disociado de la comunidad (pp. 32-34). La verdadera democracia constituye un fin en sí e implica la subordinación completa del Estado a la sociedad o, lo que es lo mismo, la pérdida del carácter político del Estado (p. 36). En consecuencia, también implica la desaparición de la burocracia, ese grupo social, jerárquicamente organizado, que se separa de la sociedad para ejercer el poder efectivo en nombre de la clase dominante y que encarna lo que Marx denominó “universalidad ilusoria”. La desaparición de este cuerpo extraño y parasitario –dice Sánchez Vázquez (1987) siguiendo a Marx- se hace necesario para dar paso a la autogestión social y al control colectivo de decisiones que es, en suma, el núcleo de la democracia (pp. 15-26).
Desde este punto de vista, no basta la transformación de la estructura económica para superar las enajenaciones. Tampoco basta una democracia formal, representativa, puramente política, cuyo espacio se limita a las casillas electorales y se detiene a las puertas de las fábricas, dice Sánchez Vázquez (1989a) recordando a Bobbio. El valor de la democracia radica en que la participación consciente, racional, en la toma de decisiones que afectan a la comunidad, responde a una exigencia de libertad. Por esa razón, existe la necesidad de extender y profundizar la democracia, lo cual implica superar los límites que le impone el sistema social. En este sentido, la democracia tiene un potencial subversivo (pp. 14-15). No se trata, entonces, de una simple negación de la democracia formal (política o parlamentaria), sino de avanzar –sin abandonarla- hacia una democracia real, económica y social. Tampoco se trata de elegir entre democracia representativa o democracia directa sino de enriquecer la democracia en sus dos vertientes (p. 103). Se trata, en fin, de ampliar los sujetos, los lugares, las formas y los objetos de participación, todo lo cual supone respeto a los demás, tolerancia, solidaridad y presencia de lo colectivo en la toma de decisiones (pp. 16-19). La formación del talante democrático al que aluden los escritos de Sánchez Vázquez constituye un reto para la educación valoral.
De la lectura de los diversos trabajos de este autor se desprende que el verdadero socialismo cultiva la verdadera democracia y, recíprocamente, la verdadera democracia consiste propiamente en la construcción del verdadero socialismo. Este último, dice Sánchez Vázquez (1992a) constituye el terreno apropiado para pasar de los buenos deseos a la encarnación efectiva de las reivindicaciones de libertad, igualdad, justicia y democracia (p. 67). Por eso, el sujeto plural del cambio a una sociedad verdaderamente democrática, como la socialista, sólo puede serlo si él mismo practica la democracia en sus relaciones externas e internas, si la democracia no se limita a su forma política sino que se extiende a toda la vida social. Según Sánchez Vázquez (1989a), la democracia es un régimen de convivencia y un método para adoptar decisiones colectivas; por eso la extensión y profundización de la democracia debe traducirse en un proceso ininterrumpido de participación cada vez más rico y diverso. Esto último parece ser la clave de la formación del talante democrático pues sólo participando en las decisiones colectivas el sujeto se vuelve tolerante, aprende las ventajas de la pluralidad, aprende a respetar a los otros, aún cuando existan disensos y tiene la vivencia de la solidaridad.

La praxis educativa
Un último aspecto que conviene destacar en relación con la educación valoral es la forma que tendría que adquirir la tarea del educador para contribuir a la formación del realizador de valores y del talante democrático. Sin duda alguna, dicha tarea involucra una forma de praxis cuando se realiza cabalmente. Según Sánchez Vázquez (1980a), la praxis tiene lugar “cuando los actos dirigidos a un objeto para transformarlo se inician con un resultado ideal, o fin, y terminan con un resultado o producto efectivos, reales” (p. 246). La verdadera educación responde, sin duda a esta definición. Además, dice nuestro autor, la praxis es expresión de la dialéctica sujeto-objeto porque
de la misma manera que la actividad teórica, subjetiva, de por sí no es praxis, tampoco lo es una actividad material del individuo, aunque pueda desembocar en la producción de un objeto [...pues] falta en ella el momento subjetivo, teórico representado por el lado consciente de esa actividad (S.V., 1980a, 297).

La educación valoral es una praxis en el sentido antes apuntado pues implica la unidad de los momentos subjetivo y objetivo para contribuir a la transformación de un objeto. En este punto cabe afirmar que es el educando quien se transforma a sí mismo mediante su actividad, pero ésta es propiciada y favorecida por la praxis educativa. Por ello puede decirse que la praxis educativa es una praxis que desencadena praxis. Es también una actividad que contribuye a lo que Sánchez Vázquez (1980a) denomina “praxis total” que no es otra cosa que el proceso de autocreación del ser humano mismo; proceso que tiene lugar cuando, gracias a su praxis, el ser humano humaniza el mundo y se humaniza a sí mismo (p. 260).
La praxis educativa está emparentada con la praxis social pero es distinta a ella. Ciertamente, la praxis social es aquella en la que el ser humano es al mismo tiempo sujeto y objeto de ella, es decir, es “praxis en la que [el sujeto] actúa sobre sí mismo [...] Dentro de ella caen los diversos actos encaminados a su transformación como ser social y, por ello, a cambiar sus relaciones económicas, políticas y sociales” (S.V., 1980a, 259). Como la praxis social, en la praxis educativa el ser humano es al mismo tiempo sujeto y objeto de ella, pero a diferencia de la praxis social, la praxis educativa no busca de manera inmediata modificar las relaciones económicas, políticas y sociales, sino busca contribuir a la transformación del ser humano. El educador, además de actuar con la conciencia de los fines y el conocimiento de los medios para lograrlos, utiliza instrumentos y recursos, y prepara las condiciones objetivas para que el educando tenga experiencias formativas. Al hacerlo, no sólo favorece la formación del educando sino que también él mismo se transforma. La educación no es un proceso en el que lo subjetivo (que se concreta en el proyecto del docente) simplemente se inserta en lo objetivo (la actividad que realiza el docente), sino que se trata de un movimiento que estimula la praxis formativa de los educandos, considerando las condiciones contextuales específicas de cada uno de ellos.
Por lo anterior, la creatividad y la autocrítica son rasgos que caracterizan a la tarea educativa entendida como praxis (Yurén, 1999). Lo que opera en sentido contrario a esa praxis creativa es la reiteración o la burocratización de la práctica. Tanto en un caso como en otro, dice Sánchez Vázquez (1980a) hay una ruptura de la unidad de lo subjetivo y lo objetivo. En el caso de la reiteración, el proyecto se concibe como preexistente a la práctica, como si fuese una entidad platónica inmutable y refractaria a la crítica: la práctica sólo trata de ajustarse a ese proyecto. En el caso de la burocratización de la práctica, el proyecto deja de alimentar a la actividad y ésta se realiza de manera semejante a un proceso mecánico. La praxis educativa, en cambio, requiere permanente innovación no sólo en la actividad, sino también en el proyecto, pues cada educando es una totalidad que merece ser considerada –como decía Kant- como fin en sí mismo.
En suma, aplicada a la educación valoral, la filosofía de Sánchez Vázquez orienta una forma de praxis educativa que contribuye a la construcción del talante democrático que se requiere para enfrentar no sólo el poder político estatal propio del mundo moderno, sino las formas sutiles, ambiguas y subrepticias en las que se ejerce el poder en un mundo que lleva la imprompta del globalismo.

Bibliografía
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Puig, J. (1996). La construcción de la personalidad moral. Barcelona, Paidós, Col. Papeles de Pedagogía, No. 30, 269 pp.
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Sánchez Vázquez, A. (1992a). “Después del derrumbe: estar o no a la izquierda” en Sistema, No. 108, Madrid, mayo, pp. 57-67.
Sánchez Vázquez, A. (1992b). Invitación a la estética. México, Grijalbo, Tratados y Manuales Grijalbo, 272 pp.
Yurén, M. T. (1995). Eticidad, valores sociales y educación. México, UPN, Colección Textos, No. 1, 323 pp.
Yurén, M. T. (1999). Formación, horizonte del quehacer académico. Reflexiones filosófico-pedagógicas. México, UPN, Colección Textos, No. 11, 111 pp.

[1] Este artículo se elaboró en el marco del proyecto del proyecto SEP-2003-CO2-42851 apoyado por el Fondo Sectorial de Investigación para la Educación - CONACYT
[2] Profesora investigadora en la UAEM
[3] Para facilitar la lectura utilizaré las siglas “S. V.” en lugar de “Sánchez Vázquez”.
[4] Estos dos aspectos corresponderían a forjar la personalidad moral en lo que J. Puig (1996) denomina: identidad sustantiva e identidad procedimental.María