2.5.09

Javier Muguerza

Filosofía en el destierro
Javier Muguerza

Adolfo Sánchez Vázquez fue miembro destacado de esa impresionante embajada del pensamiento español en América que vino a constituir durante más de cinco décadas el exilio filosófico tras la contienda civil, o incivil como Unamuno prefería con razón calificarla, de 1936-1939.
Cierto es que los nexos entre la comunidad filosófica exiliada y la del interior de España nunca quedaron totalmente rotos, y a mí siempre me ha parecido de justicia recordar al respecto la muy temprana voz de José Luis Aranguren, mi maestro, que a comienzos de los años cincuenta ya insistía en la necesidad de que las dos comunidades recobraran su perdida unidad
por encima o por debajo de sus posibles discrepancias políticas e ideológicas, puesto que por encima o por debajo de dichas discrepancias seguía latiendo en ambas la conciencia de un logos común, esto es, de una palabra susceptible -como diría Emilio Lledó- de convertirse en diálogo racional. Naturalmente, el llamamiento de Aranguren permaneció desatendido largo tiempo a nivel oficial, sin exceptuar en semejante desatención a la filosofía oficial de la posguerra española, monopolizada, según es bien sabido, por una anacrónica versión neoescolástica de la del Santo Patrón cuya festividad conmemoramos hoy y a quien hay,
ciertamente, que exculpar de los pecados de sus extemporáneos seguidores de aquella u otras épocas.
Mas, por fortuna, las heridas cicatrizaron hace unos cuantos lustros y el exilio se halla definitivamente en trance de ocupar el lugar que le corresponde en la historia de la filosofía -y en la vida espiritual- de un país reconciliado como el nuestro (España), si bien ello no debería alentar la desmemoria para con los terribles costes personales de cuantos padecieron las consecuencias, generalmente irreparables, del exilio. Pocos de entre ellos han sabido expresar tan bien el drama del exiliado -que nunca deja de serlo, ni en el espacio ni en el tiempo- como el propio Sánchez Vázquez, en ese bello texto que escribiera en 1977 bajo el título de Fin del
Exilio y Exilio sin Fin (que se reproduce en estas páginas).
A Sánchez Vázquez, que completó en México una formación apenas iniciada en España y ha sido luego ahí maestro de numerosas generaciones de estudiantes de filosofía, el estallido de la guerra civil le sorprendió cuando comenzaba a cursar la carrera en la legendaria Facultad de
Filosofía de la Universidad Central de Madrid de los años treinta, aquella Facultad que, con Ortega a la cabeza, contaba con profesores de la talla de García Morente, Zubiri o Gaos.
Interrumpidos sus estudios, se alistó a los veinte años como combatiente en las filas republicanas y, al terminar la guerra, pasó a Francia, de donde pudo partir para México acogiéndose, como tantos y tantos españoles, a la generosa política de asilo del Presidente Lázaro Cárdenas. A diferencia de otros filósofos exiliados, como su maestro José Gaos, que arribaron a México, si no con su obra hecha, al menos plenamente formados, Sánchez
Vázquez tuvo que recomenzar ahí sus estudios de filosofía y no lo pudo hacer -por la necesidad de sobrevivir en condiciones nada fáciles- hasta finales de la década de los cuarenta tras haber obtenido con anterioridad la licenciatura en lengua y literatura españolas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Quiere decirse con ello que su formación
filosófica sería ya propiamente americana, ubicándole generacionalmente en compañía de los hijos de la vieja guardia del exilio (como Ramón Xirau, hijo del filósofo catalán Joaquín Xirau) o los discípulos mexicanos de aquellos primeros exiliados (como Fernando Salmerón o Alejandro Rossi que, al igual que Sánchez Vázquez, lo fueron de Gaos). En buena parte a
causa de la influencia del importante contingente de filósofos incluidos en el exilio mexicano (a los ya citados Gaos o Xirau cabría añadir, entre otros, los nombres de Juan David García Bacca, Eugenio Imaz o Eduardo Nicol), el ambiente filosófico de México se había acabado pareciendo al de la España que Sánchez Vázquez dejó atrás. Por ejemplo, los pensadores
más estudiados en su nueva Universidad venían a ser los mismos que se estudiaban en las de Madrid y Barcelona de la anteguerra (a saber, Husserl, Scheler, Heidegger y, por supuesto, Ortega, que había contribuido más que nadie a darlos a conocer a todos ellos entre nosotros).
Sin embargo, el talante liberal de aquel profesorado, muy distinto del de las universidades españolas del momento, permitió pronto la penetración de otras corrientes filosóficas en coexistencia -lo que en filosofía quiere decir, y es saludable que así sea, en competición dialéctica- con el pensamiento de inspiración fenomenológica predominante. Así ocurrió,
pongamos por caso, con la filosofía analítica, que Sánchez Vázquez llegó a conocer a fondo pero de la que nunca fue un adepto. Y así ocurriría también con el marxismo, al que Sánchez Vázquez había prestado una adhesión juvenil que se sentía ahora comprometido a repensar
filosóficamente. Hay que decir que supo hacerlo desde una mente abierta, cuya apertura ni siquiera retrocedió, llegado el caso, ante la heterodoxia, que no es sino el tributo que la libre opinión ha de pagar para no verse emasculada por la ortodoxia de turno.
Adolfo Sánchez Vázquez se tomó siempre muy en serio el lema venerable que el joven Marx gustaba de hacer suyo -De omnibus dubitandum, "hay que dudar de todo"-, un lema que tendría que permitir al pensamiento crítico marxista constituirse en pensamiento eminentemente autocrítico, haciendo de este modo bueno el dicho de que la crítica bien entendida, como se dice de la caridad bien entendida, ha de empezar por uno mismo. Algo, a decir verdad, frecuentemente olvidado por el marxismo posterior a Marx, pues escolásticas, por desgracia, las ha habido de todos los pelajes y no tan sólo la tomista de que hablábamos al comienzo. De aquella concepción abierta y autocrítica del marxismo es una muestra ya, aun si todavía insuficiente para su autor, la tesis de licenciatura Conciencia y realidad de la obra de arte (1955) -donde se esbozan las que luego serían sonadas críticas de Sánchez Vázquez a la estética del llamado "realismo socialista"- y, sobre todo, su tesis doctoral, Sobre la praxis (1966), embrión del libro ulterior Filosofía de la praxis, que le reportaría reconocimiento
internacional a través de diversas traducciones (es el libro más representativo, y no sólo el más difundido, de Sánchez Vázquez), pero significó, antes que nada, una decisiva contribución a la renovación de la filosofía marxista en lengua española, comenzando por la América hispana: la lectura de aquella tesis ante un tribunal formado por dos profesores del exilio español José Gaos y Wenceslao Roces) y tres profesores mexicanos (Luis Villoro, Eli de Gortari y Ricardo
Guerra) representó un hito en los anales de la Universidad Nacional Autónoma de México y yo mismo he oído recordarla, al cabo de los años, como la de más larga duración y más encarnizada discusión que tuvo lugar en ella (en la España de aquellas fechas, resulta ocioso apostillarlo, ni tan siquiera habría podido ser presentada a trámite). En tanto que marxista
consecuente, para quien la teoría y la praxis son en última instancia inextricables, la actitud antidogmática adoptada por Sánchez Vázquez en el plano teórico tenía naturalmente su contrapartida en el plano de las tomas de posición políticas. No hay que olvidar que en el famoso XX Congreso del Partido Comunista de la entonces Unión Soviética, en 1956, habían
salido a la luz pública los crímenes del estalinismo y que los años siguientes fueron poniendo progresivamente en evidencia la miseria del socialismo real, que Sánchez Vázquez fue un adelantado en denunciar como bastante más "real" que "socialista" pero la constatación de
esos hechos no le hizo, ni tenía por qué hacerle, desmayar en la denuncia del capitalismo real, contra el que a lo largo de las décadas de los cincuenta y los sesenta se desencadenaban una serie de revueltas, desde la revuelta anticolonialista en varias partes del mundo -incluida, claro está, Latinoamérica-, hasta la revuelta estudiantil americana y europea que culminaría en 1968 y tuvo en México el trágico trasunto de la masacre de la Plaza de Tlatelolco.
Sin perder en ningún momento de vista a España, Adolfo Sánchez Vázquez vivió todos esos acontecimientos, ilusionantes o funestos, desde su inmersión en la realidad de América Latina.
Y, como confirmación de la antes aludida simbiosis de teoría y praxis, su marxismo teórico se instalaría asimismo en una óptica acusadamente latinoamericana. Cuando, por mencionar un botón de muestra, trata en sus escritos de aducir un ejemplo de lo que sería para él una recepción creativa del marxismo, el ejemplo aducido es el del peruano Mariátegui cuando ha
de echar mano de alguna ilustración acerca de qué entiende por potencialidades revolucionarias del marxismo, las ilustraciones que cita son las revoluciones, exitosas o fracasadas, de los pueblos hispánicos e incluso su lectura o relectura de los clásicos está hecha con frecuencia desde aquella circunstancia, como cuando rastrea la huella de Rousseau en el independentismo mexicano o se pregunta por qué Marx entendió tan mal a la América de raíz indígena, arrojándola desdeñosamente al cajón de sastre hegeliano de los "pueblos sin historia", de todo lo cual es exponente su brillante ensayo Rousseau en México (1970), así como diversos otros textos que delatan una preocupación americanista de la que se hace eco
el sociólogo Pablo González Casanova en su contribución al volumen de homenaje que, bajo el título de Praxis y filosofía, se le dedicó en 1985 con motivo de su septuagésimo cumpleaños. Pienso que los marxistas españoles, si es que aún quedan, y también quienes no lo somos, podrían, podríamos, extraer un gran provecho de esa sensibilidad americana de
Sánchez Vázquez. Y no es de extrañar, aunque sí de celebrar, que en el anterior volumen colectivo apareciera un grupo de filósofos españoles (en el que me encontraba en compañía de Manuel Sacristán o Xavier Rubert de Ventós) entremezclado con sus discípulos mexicanos (como, para citar tan sólo a los editores del volumen, Juliana González, Carlos Pereyra y
Gabriel Vargas Lozano), amén de los maestros ya mentados Villoro o Roces y una nutrida colección de pensadores marxistas (por descontado, disidentes) de diferentes nacionalidades, entre los que se encontraban algunos tan significados como István Mészáros, Gajo Petrovic o
Michael Löwy. Un volumen colectivo de homenaje, este que estoy trayendo a colación, cuya composición ayudaría no poco a delinear el perfil hispano-americano del pensamiento de Adolfo Sánchez Vázquez.
Centrándonos a continuación, aun cuando sea brevísimamente, en este último, la obra filosófica de Sánchez Vázquez se deja articular en torno a dos grandes líneas maestras: la reflexión en el ámbito de la estética, por un lado, y la reflexión en el ámbito de la filosofía política, por el otro. Al primero de dichos ámbitos pertenecen, entre otros, los libros Las ideas
estéticas de Marx
(1965), los Ensayos sobre arte y marxismo (1983) y Sobre arte y revolución (1985) o su reciente Invitación a la estética (1992), además de su bien conocida antología en dos volúmenes Estética y marxismo (1970), en cuya introducción, lo mismo que en el resto de los textos enumerados, se defiende apasionadamente la autonomía de la
creación artística tanto frente a la mercantilización de la obra de arte cuanto frente a la supeditación del artista a cualquier normativismo estético dictado por razones ideológicas. En el ámbito de la filosofía política se inscriben, de nuevo entre otros, libros como Del socialismo
científico al socialismo utópico
(1975), cuyo título, que invierte otro celebérrimo debido a Engels, lo dice todo Ciencia y revolución (1978), que encierra una crítica, sumamente actual en su momento, al marxismo teoreticista de Althusser Filosofía y economía en el joven Marx
(1982), una reivindicación del carácter filosófico de la obra de Marx al hilo de sus Manuscritos de 1844; Sobre filosofía y marxismo, colección de trabajos aparecidos en 1983, y la serie de Ensayos marxistas sobre filosofía e ideología (1983), Sobre historia y política (1985) o Sobre política y filosofía (1987). Pero el gozne sobre el que giran ambas líneas de
reflexión -la estética y la filosófico-política- o el pilar en el que descansa la totalidad de las obras que acabamos de registrar, es la ya familiar para nosotros Filosofía de la praxis de 1967, objeto de revisión en la edición de 1980 y la única a la que, dada la limitación de mi tiempo, voy a referirme en dos palabras, tratando de poner de relieve la médula ética de la
misma y en general del pensamiento de Adolfo Sánchez Vázquez, quien por cierto publicó en 1969 un divulgado manual de Etica, objeto de diversas reediciones.
La denominación del marxismo como una "filosofía de la praxis" tuvo, según es bien sabido, un origen azaroso. Sin duda con buena fortuna, Gramsci lo llamó así para que sus escritos pudieran eludir la censura de la cárcel en la que el régimen fascista de Mussolini le mantuvo encerrado una docena de años y en la que finalmente murió. Pero antes y después de
Gramsci, y con independencia de su concepción del marxismo, toda una pléyade de pensadores marxistas de este siglo -que congrega, digámoslo de pasada, lo mejor del marxismo filosófico de todos los tiempos- se dejaría agrupar bajo ese rótulo de filósofos de la praxis: el primer Luckács, Korsch, Bloch, incluso un cierto Sartre y algunos representantes de las Escuelas de Fráncfort o Budapest, más los filósofos que, como Marcovic, fundaron en su día la revista Praxis, editada con posterioridad en el mundo anglosajón como Praxis International tras de su prohibición en la antigua Yugoslavia. Como pensador, Sánchez Vázquez se integra en ese phylum. Pero, por lo que atañe a su libro, reconoce de entrada con lucidez que lo que da en llamar "filosofía de la praxis" merecería en rigor el nombre de "filosofía de la poiesis". Para Sánchez Vázquez -que, entre paréntesis, se dedicó de joven a la poesía antes que a la filosofía merced al estímulo de los poetas de su Málaga natal, como Emilio Prados por ejemplo-, la praxis no se reduce a la acción que, como la acción moral, tenía según Aristóteles un fin en sí misma, sino que es entendida, al menos en principio, como una acción productiva y, por ende, poética en sentido aristotélico. Y es así como Sánchez Vázquez puede hablar en su obra de una fundamental continuidad entre distintos órdenes de praxis o acciones productivas, como el trabajo creativamente concebido, la creación artística o la creatividad de la praxis propiamente política, esto es, aquella actividad que se endereza de acuerdo con la undécima Tesis sobre Feuerbach, de Marx- a la transformación de la
realidad social.
Los hombres harán bien perseverando en el intento de "transformar el mundo" cuando el mundo es un mundo, como el nuestro, vivido como injusto, y sería de desear que los fracasos no les quiten las ganas de seguirlo intentando una vez y otra. Quizás en estos tiempos se sepa
que eso tiene poco que ver con la realización de ninguna filosofía, y la comprobación de que así es nos debería servir a los filósofos como oportuna cura de modestia, mas no tendría que condenarnos a la cesantía. Tal como un Adolfo Sánchez Vázquez teoriza la filosofía, y la practica, la filosofía podría continuar suministrando las armas de la crítica precisas para llevar a cabo aquella tarea. Como podría continuar estimulando la esperanza en un mundo mejor o más justo que el que nos haya tocado en suerte vivir en nuestros días.


Versión editada del discurso pronunciado el 28 de enero de 1993 al recibir Sánchez Vázquez el doctorado honoris causa de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, en Madrid.