Larga es la tradición del exilio en los pueblos de lengua española. Tan larga como sus luchas por un porvenir que todavía no se hace presente. Larga también su huella en sus mejores escritores, conciencia alerta de esos pueblos. Testimonio fresco de un exilio, aún fresco, son la mayoría de los cuentos de este libro. En ellos se reconocerán los exiliados de hoy que tejen y destejen en México o en París, en Caracas o Estocolmo, en Madrid o La Habana, sus sueños y sus esperanzas.
Quien dice exilio nombra con ello las manos amigas y generosas tendidas al exiliado, y maldice también las ásperas manos (venturosamente pocas) que lo rechazan.
Pero no siempre se alcanza a ver lo que el exilio representa en la vida de un hombre. Se habla de exilios "dorados" no serán ciertamente los de los hombres oscuros y sencillos que se vieron forzados a dejar su tierra por haber sido fieles a su pueblo. A ningún exiliado puede compensar -y es verdad que también hay compensaciones- lo que ha perdido al abandonar su suelo. Hablo del exilio verdadero, de aquel que un hombre no buscó pero se vio obligado a seguir (en rigor, no hay autoexilio) para no verse emparedado entre la prisión y la muerte.
¿Mal menor, acaso, ante estos dos terribles males? Pero el exilio sigue siendo una prisión, aunque tenga puertas y ventanas, y calles y caminos, si se piensa que el exiliado tiene siempre ante sí un alto, implacable y movedizo muro que no puede saltar. Es prisión y muerte también muerte lenta que recuerda su presencia cada vez que se arranca la hoja del calendario en el que está inscrito el sueño de la vuelta y muerte agrandada y repetida un día y otro porque el exiliado vive, en su mundo propio, la muerte de cada compatriota. Al aclararse las filas y estrecharse el círculo exiliado, cada quien ve estrecharse el círculo de su propia vida.
"Uno más que se queda uno menos que vuelve", se dice a modo de adiós. Tristes son los entierros, pero ninguno como el del exiliado.
El exilio es un desgarrón que no acaba de desgarrarse, una herida que no cicatriza, una puerta que parece abrirse y nunca se abre.
El exiliado vive siempre escindido: de los suyos, de su tierra, de su pasado. Y a hombros de una contradicción permanente: entre una aspiración a volver y la imposibilidad de realizarla.
Tiene por ello su vida un tinte trágico, lo que explica ese humor defensivo que se refleja en algunos de estos cuentos. Ciertamente, se puede volver -y muchos lo han hecho- sumándose a la lucha, desafiando la prisión y la muerte, para horadar el terrible muro que lo escinde. Sólo así se puede poner fin al exilio cuando no han desaparecido las condiciones reales que lo mantienen.
Pero mientras se está fuera, no se puede escapar a esa contradicción insoluble. El exiliado está siempre en el aire, sin poder asentarse aquí ni allá. "...Uno está acá, pero tampoco está..." (Miguel Donoso Pareja: Tendría que estar aquí).
Siempre en vilo, sin tocar tierra. El desterrado, al perder su tierra, se queda aterrado (en su sentido originario: sin tierra). El destierro no es un simple trasplante de un hombre de una tierra a otra es no sólo la pérdida de la tierra propia, sino con ello la pérdida de la tierra como raíz o centro. "Pierdes el centro, sabes, has dejado de tener un lugar donde afirmarte" (Poli Délano:En la misma esquina del mundo).
El desterrado no tiene tierra (raíz o centro). Está en vilo sin asentarse en ella. Cortadas sus raíces, no puede arraigarse aquí prendido del pasado, arrastrado por el futuro, no vive el presente. De ahí su idealización de lo
perdido, la nostalgia que envuelve todo en una nueva luz (las calles sucias resplandecen la fruta pequeña se agranda las flores huelen mejor
las voces duras se suavizan, y hasta las piedras pierden sus aristas). Idealización y nostalgia, nutriendo la comparación constante. "Todo cobra nuevas dimensiones" (Poli Délano).
La idealización y la nostalgia, sin embargo, no se dan impunemente y cobran un pesado tributo, que pocos exiliados dejan de pagar: la ceguera para lo que lo rodea. Sus ojos ven y no ven viendo esto, ven aquello
mirando el presente, ven el pasado. Y lo que durante algún tiempo puede alimentar el fuego de la poesía (ha habido una excelente poesía del destierro), es fatal en política, pues no se hace política en el aire, sino con los pies bien afirmados en tierra. El político tiene que ajustar exactamente las manecillas de su reloj a la hora presente (la de aquí y la de allá), y por ello nada más ciego e ineficaz que los partidos del exilio con el reloj parado en una hora ya lejana.
Y cuanto más avanza el tiempo, cuanto más permanece y dura el exilio, tanto más crece la contradicción entre el ansia de volver y la imposibilidad de saciarla. Y sin embargo, no se puede vivir un día y otro, un año y otro, y en ocasiones un decenio y otro, en vilo, en el aire, sin tierra, sin raíz ni centro.
Pero el tiempo que mata, también cura. Surgen nuevas raíces, raíces pequeñas y limitadas primero, que se van extendiendo después a lo largo de los hijos nacidos aquí, los nuevos amigos y compañeros, los nuevos amores, las penas y las alegrías recién estrenadas, los sueños más recientes y las nuevas esperanzas. Y, de este modo, el presente comienza a cobrar
vida, en tanto que el pasado se aleja y el futuro pierde un tanto su rostro imperioso. Pero esto, lejos de suavizar la contradicción que desgarra al exiliado, la acrece más y más. Antes sólo contaba lo perdido allá ahora hay que contar con lo que se tiene aquí. Dramática tabla de contabilidades. ¿Acaso sólo hay que contar con pérdidas?
Hasta que un día... (el día es relativo: puede significar unos años o varias décadas) el exilio se acerca a su fin desaparecen o comienzan a desaparecer las condiciones que lo engendraron.
Para muchos (en algunos casos para la mayoría) esto llega demasiado tarde. Pero, para otros, aún es tiempo de poner fin al exilio, porque objetivamente se puede volver.
Y es entonces cuando la contradicción, el desgarramiento que ha marcado su vida años y años, llega a su exasperación, tanto más cuando se repara que son ya pocos los que pueden experimentarla, y sobre todo, tanto más cuanto hay que contar con lo que durante años no existía. En verdad, las raíces han crecido tanto, tanto las penas y las alegrías, tanto los sueños
y las esperanzas, tanto el amor y el odio, que ya no pueden ser arrancados de la tierra en que fueron sembrados.
Ya no es fácil arrancarlos. Y, sin embargo, el alto e implacable muro se ha derrumbado y todo parece pender de una decisión propia. Se puede volver si se quiere. Pero, ¿se puede querer?
¿Otro desgarrón? ¿Otra tierra? Porque aquélla será propiamente otra y no la que fue objeto de nostalgia. ¿Nueva atracción por el pasado (otro pasado) nuevo arrancón del presente (otro presente)?
Y entonces el exiliado descubre, con estupor primero, con dolor después, con cierta ironía más tarde, en el momento mismo en que objetivamente ha terminado su exilio, que el tiempo no ha pasado impunemente, y que, tanto si vuelve como si no vuelve, jamás dejará de ser un exiliado.
Puede volver, pero una nueva nostalgia y nueva idealización se adueñarán de él. Puede quedarse, pero jamás podrá renunciar al pasado que lo trajo aquí y sin el futuro ahora con el que soñó tantos años.
Al cabo del largo periplo del exilio, escindido más que nunca, el exiliado se ve condenado a serlo para siempre. Pero la contabilidad dramática que se ve obligado a llevar no tiene que operar forzosamente sólo con unos números: podrá llevarla como suma de pérdidas, de desilusiones y desesperanzas, pero también -¿por qué no?- como suma de dos raíces, de dos tierras, de dos esperanzas. Lo decisivo es ser fiel -aquí o allí- a aquello por lo que un día se fue arrojado al exilio. Lo decisivo no es estar -acá o allá-, sino cómo se está.
Este texto se publicó por primera vez con el título de Cuando el exilio permanece y dura (a manera de epílogo) en el libro colectivo Exilio, Ed. Tinta Libre, México, 1997, prologado por Gabriel García Márquez.