Del destierro al transtierro
Adolfo Sánchez Vázquez
No nos proponemos dar cuenta de la aportación del exilio español en México con la que no sólo se correspondió a la hospitalidad del gobierno y el pueblo mexicanos, sino que se escribió también un capítulo de la cultura española que no se podía escribir en la patria. Nuestro propósito es contribuir a desentrañar la naturaleza del largo, larguísimo, proceso que vive el exiliado desde su destierro originario hasta su integración en la tierra que le acoge o “transtierro” si utilizamos el neologismo de José Gaos. Con este motivo, empezaremos por hacer dos consideraciones indispensables.
La primera es que, como veremos en seguida, los términos “destierro” y “transtierro” designan dos modos de darse, o interpretarse, el episodio histórico, real, del exilio. La segunda es que estos dos modos de ser se refieren a un espacio y tiempo concretos: México en los años que van de 1939 a 1975, en que el exilio llega objetivamente a su fin al desaparecer en España las condiciones políticas que lo determinaron. Se trata, pues, del exilio que, dentro de su diáspora universal, comparten miles y miles de españoles republicanos en México con los expatriados en otras regiones del planeta: Francia, diversos países de América, Africa del Norte y la Unión Soviética.
El exilio mexicano ofrece ciertos rasgos -no todos comunes- con los de otros exilios españoles de la misma época. Y, entre ellos, están: 1) Su carácter político como consecuencia directa de la derrota militar que el pueblo español ha sufrido en su defensa de la República agredida por el fascismo nacional y extranjero. 2) Su carácter masivo, pues, a diferencia de otros exilios, tan frecuentes en la historia de España, particularmente en el siglo XIX, no sólo forman parte de él una élite política o intelectual, sino decenas de miles de españoles. 3) Su reflejo de la composición de la España republicana en tres planos: a) territorial, pues los exiliados proceden de todas las regiones españolas
b) social, ya que en él se hallan representados los diversos sectores o clases sociales que, en la guerra civil, se alinearon con la República: burguesía liberal, clases medias, obreros, campesinos e intelectuales y, c), profesional, dado que en él pueden encontrarse los más variados oficios y profesiones. Aunque el exilio mexicano es conocido, sobre todo, por las aportaciones de sus escritores, artistas y universitarios y aunque, en sus primeros años, son los políticos quienes ocupan el proscenio, detrás de unos y otros está la callada y laboriosa mayoría constituida por profesionales y trabajadores. La composición del exilio en los tres planos señalados se refleja asimismo en el escenario político, formado por republicanos propiamente dichos, socialistas, comunistas, anarquistas y nacionalistas gallegos, vascos y catalanes. Ninguna de esas franjas tiene la hegemonía en el espectro político, aunque la prensa reaccionaria mexicana, haciéndose eco de la franquista llama a todos, indistintamente “rojos”. Por otra parte, hay que reconocer que, con esta composición política, que era la misma de la España republicana durante la guerra civil, se dan también sus rivalidades y divisiones internas y, en su forma más enconada, entre socialistas de Prieto y de Negrín, con sus respectivos aliados. Por último, destaquemos otros dos rasgos del exilio del 39: 1) su duración (36 años) que excedió con mucho la que auguraban los más pesimistas y, 2), la transformación de lo que originariamente era destierro en transtierro, es decir, en la integración sucesiva del exiliado en la vida del país que le ha acogido.
Dejemos en suspenso, por ahora, lo que hay de común, y a la vez de diferente e incluso opuesto, entre ambos términos, así como el matiz con el que nosotros aceptamos el neologismo de Gaos para designar esa integración. Fijemos, en este momento, nuestra atención, en el concepto general de exilio en el que se inscriben esos dos modos de darse, o interpretarse, que pueden llamarse “destierro” y “transtierro”. El exilio en general, todo exilio, comprende dos dimensiones esenciales de este tener que salir y vivir fuera de la patria (expatriarse): una, contra el propio deseo o la propia voluntad, y otra, por la imposibilidad de vivir en ella -dado el riesgo de persecución, prisión o muerte- en condiciones de dignidad y libertad. Así pues, la condición de exiliado supone una doble relación: a) con la patria de la que se ve arrojado (que no es la misma relación del que, asumiendo sus mismos ideales dentro de ella y también contra su propia voluntad, vive el llamado “exilio interior”) y, b), con la tierra que le acoge (relación que no es tampoco la misma de los que viven en su propia tierra). Cada una de estas dos relaciones se vivirá, o se interpretará de distinta manera, según que el exilio se conciba como destierro o como transtierro.
A juicio de mi ilustre maestro José Gaos, el exilio se vive en México de un modo específico que él llama “transtierro”. Se trata de un modo de sentirlo que él explica por las condiciones que se dan en los países hispanoamericanos y, particularmente, en México. Estas condiciones consistirían en compartir esos países y España no sólo una misma lengua, sino también una historia contemporánea común, aunque en diferentes planos: real, en la América hispana ideal, en España. En virtud de ellas, los exiliados españoles encuentran en Hispanoamérica, en su historia real, el cumplimiento del sueño ilustrado: liberal, democrático, independentista, que no se ha podido cumplir en España. Apenas iniciado el exilio, exactamente en los años 42 y 43, Gaos apunta ya a este modo de sentirse el exiliado español que lo diferencia de los que proceden de otra parte de Europa. En un ensayo publicado en Cuadernos Americanos, revista fundada por intelectuales mexicanos y españoles exiliados, dice Gaos: “Si destierro es el de los centroeuropeos en América española, no lo es el de los españoles en ésta... Para la situación de los ‘refugiados’ españoles en México he usado alguna vez la expresión ‘transterrados’.” Como vemos, a pocos años de iniciado el exilio, 1942-1943, ya Gaos hace constar que la naturaleza del exilio español en Hispanoamérica no es la propia del destierro y de ahí el término ‘transterrado’ que acuña para expresar la peculiaridad de ese exilio español. Pocos años después, en 1947, en otro ensayo titulado Los Transterrados Españoles de la Filosofía en México recuerda que la acogida que le brindaron sus colegas mexicanos, le llevó a expresar públicamente ante ellos que “no nos sentíamos desterrados, sino simplemente ‘transterrados’.” Más tarde, en 1963, vuelve sobre el mismo punto en un texto que lleva el significativo título de Confesiones de Transterrado y en él encontramos no sólo una clara delimitación del concepto, sino también las razones profundas, que más allá del sentimiento de gratitud, lo explican.
Antes de seguir adelante, señalemos el hecho de que el neologismo “transterrado” ha corrido con muy buena fortuna entre los españoles exiliados y, sobre todo, entre los intelectuales y políticos mexicanos, hasta el punto de convertirse en un lugar común. E incluso se ha llegado a extender su uso a exiliados en otros países -como Estados Unidos- a los que Gaos jamás lo hubiera extendido. Pues bien, ¿en qué consiste ese transtierro como modo específico de darse el exilio, particularmente el mexicano? La respuesta a esta pregunta nos permitirá determinar si estamos ante un concepto teórico o si sólo estamos, al contrastarlo con la realidad, ante una interpretación infundada o ideologizada del exilio.
Gaos utiliza el término “transterrado” para expresar el modo peculiar de relacionarse él -Gaos- con la tierra que tan generosamente le ha acogido. Y esa relación se manifiesta en el sentimiento de no encontrarse en tierra ajena. O dicho con sus propias palabras: “Desde el primer momento (subrayado nuestro) tuve la impresión de no haber dejado la tierra patria por una tierra extranjera, sino más bien de haberme trasladado de una tierra de la patria a otra... y queriendo expresar cómo yo no me sentía desterrado... se me vino a la mente y a la voz la palabra transterrado...” Lo que equivale a decir que el exiliado se siente en su nueva tierra como trasplantado o prolongando en ella. Esto presupone, asimismo, que hay algo común entre una tierra y otra. Este “algo común” es lo que permite que la suya, España, se encuentre o trasplante en la nueva. Ciertamente, no se trata de la España que le ha arrojado al exilio, sino de la que ha perdido al frustrarse sus ansias de libertad y dignidad humana. Por ello, dice Gaos también poniendo al acento en el tronco común a España y a la América Hispana: “España es la última colonia de sí misma, que permanece colonia de sí misma, la única nación hispanoamericana que del común pasado imperial, queda por hacerse independiente no sólo espiritual, sino también políticamente”.
Se trata, pues, de la España que tiene que liberarse a sí misma de esa otra de la que se han liberado los países hispanoamericanos. Pues bien, esa España encadenada es la que Gaos dice haber encontrado, ya liberada, en la que él llama “patria de destino”. Pero, si esto es así, se comprende que se sienta transterrado, y no desterrado. Y de ahí que encuentre razonable “aceptar el destino mexicano efectivamente como destino” y, por tanto, no vivir en el plan provisional del que espera vivir otra vida: la que se daría con la vuelta a la “patria de origen”.
Así pues, “transtierro” significa para Gaos integración del exiliado en su nueva tierra, o “patria de destino”, pero no como resultado de un largo y contradictorio proceso, sino “desde el primer momento”. De acuerdo con esta concepción, el transterrado no se siente extraño en su nueva tierra, sino arraigado en ella. Esto determina, asimismo, su sentido del tiempo: el presente domina en él sobre el pasado, así como sobre el futuro. Al vivir en plan definitivo, se desvanece el ansia de volver, la obsesión del retorno con el que inauguraría una nueva vida. El propio Gaos se pregunta: “¿No eran (no son) demasiadas vidas?” Y como respuesta decide quedarse definitivamente en México, pues, como él apostilla: “...Me sentía, me vivía, ya empatriado y muy a fondo” en él. Con este predominio del presente que se vive no hay lugar para la nostalgia ni tampoco para añadir -con la esperanza de la vuelta- una nueva vida en el futuro.
Tal es la visión gaosiana del exilio que, como vemos, gira en torno a dos ejes fundamentales: 1) Cierta idea de España y de la América Hispana y, 2), la experiencia subjetiva de sentirse en la nueva tierra como trasplantado o prolongado en ella. Esta concepción puede objetarse, como la hemos objetado desde hace años, teniendo en la mira los dos ejes citados, por dos razones. Primera: porque su idea de la América hispana, según la cual en ella se cumple el ideal ilustrado, liberador o liberal, independentista, que en España no se ha podido cumplir, pasa por alto, o al menos suaviza, la dura y larga cadena autoritaria, caudillista, que esos países han tenido que arrastrar desde su independencia, o sea: desde comienzos del siglo XIX hasta casi las postrimerías del presente. Y por lo que toca al caso particular de México, cabe observar que, no obstante los grandes logros políticos y sociales de la Revolución de 1910, y sobre todo en su último tramo con el gobierno del general Cárdenas, este país no ha podido zafarse totalmente de esa cadena. Así lo demuestra el que hoy, después de siete décadas de dominio del PRI, el partido oficial, el problema central sea el de la transición a la democracia. Por otra parte, la independización política, nacional, de los países hispanoamericanos del imperio español, en el siglo XIX, no ha significado en el XX su independencia económica respecto de otro imperio: el yanqui. En suma, la concepción gaosiana del transtierro tiene como premisa una visión ideal o idealizada de la América hispana que no corresponde a su historia ni a su realidad. Segunda razón: porque el “sentirse transterrado desde el primer momento”, como experiencia vivida y expresada por Gaos, no corresponde al modo efectivo de sentirse los exiliados. La poesía de Luis Cernuda, Emilio Prados, José Moreno Villa, Pedro Garfias, León Felipe, Enrique Díez-Canedo, Juan Rejano y Juan José Domenchina, escrita en México, ha dejado claros testimonios del modo de sentirse el exiliado como desterrado, y no como transterrado.
Vivir el exilio como destierro no significa sólo verse forzado a abandonar la patria, sino también sentirse sin raíz ni centro en la tierra que le acoge. Por ello, lo que el desterrado valora no es lo hallado, sino lo perdido no el presente, sino el pasado que vivió y ahora reaparece en sus sueños hecho futuro. Vive, por tanto, transitoriamente, en vilo, es decir, entre la nostalgia del pasado que se cerró e inmovilizó un día, y la esperanza obsesiva del retorno, tras el paréntesis doloroso del exilio que, en los primeros años, se considera breve. Cerrado éste, se recuperará la España que se perdió o se verá realizada aquella con la que tanto se soñó desde el exilio. Esta fijación tenaz del desterrado en lo perdido y, consecuentemente, en el futuro en que se ha de recuperarlo, se traduce, sin que lo desee ni sea consciente de ella, en una doble ceguera ante una doble realidad: a) La tierra que pisa y tiene ante sus ojos y, b) la tierra idealizada que preside sus recuerdos y esperanzas. Ciertamente, sus ojos ven y no ven lo que le rodea, y cuando lo ve no se le presenta como es, sino a través del cristal de esa España que para él no es una realidad, sino un sueño o una idea. Todo esto influye en su comportamiento: por un lado, con el mundo en que vive efectivamente, y por otro, con el mundo en que vive idealmente y al que espera volver realmente cuando sus sueños se cumplan. En ambos casos, su España perdida, idealizada, se hace presente y determina su modo de sentirse español muy español, tanto dentro de la tierra que le acoge, y con respecto a ella, como fuera de la tierra de la que ha sido arrojado y con relación a ésta. Pero, en un caso como en otro, el desterrado español se siente superior, convencido de que la patria que ha perdido encarna los valores universales humanistas que en el mundo moderno se han degradado. Por encarnarlos, el desterrado asume como un deber ser fiel a la causa que ha sido derrotada y a esa España que ha caído precisamente en la defensa de esos valores.
En el editorial del número 1 de España Peregrina, escrito por Bergamín, Xirau y Carner, y en un año tan tempranero como 1940, se dice: “Ha sido víctima (España) de su creencia pacífica en la Libertad, en la Justicia, en la Verdad, en el Progreso. Por estos bienes sumos, ha expuesto verdaderamente su vida frente a un mundo de doblez, de alevosía, de iniquidad y de barbarie, cuya suprema razón es la criminal de exterminio”. Hay, pues, una conciencia de la superioridad de la España que el desterrado encarna. De ahí su acendrado nacionalismo -que contrasta con el pálido que asumía en su patria- y el deber que asume de liberarla. Presuponiendo esta misión se invoca una y otra vez a España, y su nombre figura en revistas muy representativas: España Peregrina, España y la Paz, Las Españas, España Popular. Y en aquellas, como Romance y Ultramar, que no se dirigen directamente a lectores exiliados, el vivo nacionalismo o españolismo se deja ver en la composición hispana de sus redacciones. Ese españolismo impregna también una parte sustancial de la poesía que se hace en el exilio, dando forma a los sentimientos de dolor, nostalgia, esperanza o desencanto del desterrado. Y la expresión poética de esos sentimientos se conjuga con las reflexiones -no exentas de pasión- acerca de la realidad y la historia de España en obras como las de Antonio Sánchez Barbudo, Ramón Iglesias, Eduardo Nicol, Joaquín Xirau o Anselmo Carretero.
Ciertamente, la patria que duele o la que se exalta, se sueña o idealiza no tiene nada que ver con la España “imperial”, “eterna”, de la doctrina franquista de la “Hispanidad”’. Es, en verdad, su antítesis: la España quijotesca, humanista, que a lo largo de los siglos desde Luis Vives y Bartolomé Díaz de las Casas hasta Antonio Machado, ha tratado de liberarse una y otra vez -la guerra civil ha sido su último y frustrado intento- de su carroña espiritual y su miseria material. España, como valor supremo ante la otra España que la niega y, más allá de ella, como valor universal en un mundo -como lo calificaban Bergamín, Xirau y Carner- de “doblez, iniquidad y alevosía”. Españolismo, pues, de signo diametralmente opuesto al de la “Hispanidad”, pero españolismo al fin. Ahora bien, cuando hablemos de este nacionalismo español o hispanismo “bueno”, en oposición al perverso del franquismo, nos referimos a una actitud, sentida o pensada, que el exilio alimenta, dado como es vivido: desarraigo, nostalgia del pasado, predominio del futuro sobre el presente e idealización de la patria perdida, lo que se traduce en la doble ceguera, que ya apuntamos: ante la tierra en que se vive y ante la tierra propia.
Podría pensarse cue la visión gaosiana del exilio permite escapar de este nacionalismo, dado que -de acuerdo con esa visión- el exiliado se siente “transterrado” en tierra ajena y ésta se le presenta como propia. Ahora bien, si se le presenta así, es porque en ella encuentra lo perdido, o sea: lo que hay de español en la tierra ajena. Vale decir: se siente transterrado por lo que, con ella, le identifica: su españolidad, y no por lo que le diferencia: su componente prehispánico o indígena. En consecuencia, lo que hace vivir al exiliado en su nueva tierra en plan definitivo, sin la obsesión del retorno y con el sueño de otra vida en su “patria de origen”, es el haberla encontrado en la tierra que le acoge o “patria de destino”. En suma, si el desterrado cierra los ojos a la tierra de asilo por sentirse ajeno o extraño, el transterrado los abre justamente por lo que hay de propio, de español, en ella. Nacionalismo, al fin -como decíamos-, en un caso y otro, por diferentes razones, aunque ambos tengan en común su oposición al de la “Hispanidad”.
Veamos ahora la relación o actitud del desterrado ante la España que le arrojó al exilio y que no es otra sino la realmente existente. Podemos considerarlas en tres planos: 1) el de la visión que tiene de ella desde el exilio; 2) el de la acción política encaminada a deshacerse de esa España franquista, realmente existente y a recuperar la España republicana y, 3), el de la cultura que se hace en el interior de esa España que sigue existiendo aunque se abomine de ella.
En el primer plano, la visión del desterrado de la España realmente existente no puede ser -y con razón- más negativa. Es la de una España que vive, o muere, bajo un régimen fascista peculiar y que, apoyándose en una represión generalizada, aplasta toda libertad y asfixia toda potencialidad creadora. Se trata de una visión que, durante muchos años, corresponde a la realidad. Pero ésta no es estática; desde mediados de la década de los 50 se registran diversos cambios en diferentes niveles: económico (desarrollo industrial en dirección capitalista); político-social (primeras huelgas obreras, estudiantiles, incipientes disidencias dentro del régimen y primeros brotes de la lucha clandestina), y en el nivel cultural (primeros frutos al margen de la cultura oficial). Sin embargo, la visión del desterrado, por estar anclada en su idea de España más que en la realidad, y también por su alejamiento en el tiempo y el espacio y su falta de información, permanece estática. Se cierra así la posibilidad de percibir y aquilatar los cambios que se van produciendo. Ciertamente, su condición de desterrado, su fidelidad a los valores e ideales republicanos, eleva su conciencia crítica ante el régimen que brutalmente los niega y, con ella, da voz en el exterior a los que no pueden tenerla dentro. Pero, siendo muy importante la denuncia, la crítica del régimen opresor y la defensa de los principios y valores que niega, el exilio comprende la necesidad de la acción para desplazar el franquismo y recuperar y restablecer el orden legal, republicano, suplantado por él. Y esta acción es, ante todo, política.
Nos adentramos, así, en el segundo plano que habíamos señalado en la relación del exilio con la España realmente existente: el de la política. Durante el primer periodo del exilio (años 40 y mitad de los 50), se despliega en él una intensa actividad política. En esos años, el centro de la política antifranquista se halla en el exilio, y especialmente en México. Ello no es casual: en México se concentran la mayor parte de los dirigentes políticos y representantes de las instituciones republicanas. Por otra parte, fiel a su política de ayuda a la República durante la guerra civil, refrendada con su generosa hospitalidad a los vencidos militarmente -no moralmente-, México permite sin cortapisa alguna la frenética actividad política antifranquista, así como el funcionamiento en su suelo de las instituciones republicanas. Ahora bien, la política en el exilio tiene como marco internacional la Segunda Guerra Mundial y la inmediata posguerra. Con la confianza puesta en la defensa que proclaman los aliados, de la libertad, la democracia y la justicia, la política en el exilio se orienta hacia el exterior, hacia las “democracias” occidentales. De ellas se espera, después de la victoria, una intervención decisiva en favor del restablecimiento de la República. La alianza, de hecho, del franquismo con el nazifascismo durante la guerra, parece justificar esta esperanza. Incluso cuando, en los 50, ya se advierten las primeras señales de vida de la oposición interior, los partidos republicanos nada más miran a las potencias occidentales. Sólo los comunistas, negándose a reducirse a un partido en el exilio, coordinan desde él su lucha clandestina en el interior.
La política en el exilio mantuvo en alto los principios republicanos por los que se había combatido en la guerra civil, pero también se desgastó con sus rivalidades internas que, a la postre, se convirtieron en un obstáculo para alcanzar los frutos que de los esfuerzos diplomáticos esperaban. Se ha exagerado, sin embargo, el peso de este divisionismo interno en el fracaso de la política del exilio. Ahora bien, el fracaso estaba ya sentenciado por la naturaleza misma de esta política, por su orientación total hacia el exterior al poner el destino de España en manos de las “democracias” occidentales. Ahora bien, aunque ese divisionismo se hubiera superado y se hubiese contado con esa ayuda exterior, que nunca se dio, la consecución del objetivo liberador que se buscaba, sólo podía provenir -como lo demostró el desarrollo histórico posterior- de la acción coordinada de las diversas y amplias fuerzas de la oposición política interior. El factor que los partidos del exilio -con la excepción señalada- consideraban decisivo, o sea, la intervención exterior, era completamente ilusorio. En verdad, las “democracias” de Occidente no podían estar interesadas en deshacerse de Franco, sobre todo desde cuando percibieron, y especialmente Estados Unidos, que podía ser, de hecho, un aliado en la “guerra fría”. De ahí que la política del exilio estuviera condenada, por su orientación exclusiva hacia el exterior, al fracaso. Por otra parte, en aquellos años -los 40 y primeros 50- había que descartar que la oposición interior, contenida por una implacable represión, pudiera tener un peso decisivo, sin contar con que la fuerza más combativa y abnegada de ella -los comunistas- llevada por cierto subjetivismo, tendía a tomar sus ideas por realidades.
Con respecto a la actitud de los exiliados ante la España realmente existente en el plano cultural, es innegable que, en los primeros años, tenían razón al proclamar a los cuatro vientos que la cultura española estaba en el exilio. Ciertamente, en contraste con la fecundidad, riqueza y extensión de sus logros en los más diversos campos: poesía, narrativa, filosofía, ciencia, artes, historia, etc., así como en la fundación de revistas, editoriales e instituciones educativas, el panorama de la cultura en España era un verdadero erial. Al expatriarse, los universitarios, escritores, científicos y artistas se llevaron consigo la cultura española misma. Por ello, León Felipe, refiriéndose a la poesía, dijo en unos versos memorables:
Adolfo Sánchez Vázquez
No nos proponemos dar cuenta de la aportación del exilio español en México con la que no sólo se correspondió a la hospitalidad del gobierno y el pueblo mexicanos, sino que se escribió también un capítulo de la cultura española que no se podía escribir en la patria. Nuestro propósito es contribuir a desentrañar la naturaleza del largo, larguísimo, proceso que vive el exiliado desde su destierro originario hasta su integración en la tierra que le acoge o “transtierro” si utilizamos el neologismo de José Gaos. Con este motivo, empezaremos por hacer dos consideraciones indispensables.
La primera es que, como veremos en seguida, los términos “destierro” y “transtierro” designan dos modos de darse, o interpretarse, el episodio histórico, real, del exilio. La segunda es que estos dos modos de ser se refieren a un espacio y tiempo concretos: México en los años que van de 1939 a 1975, en que el exilio llega objetivamente a su fin al desaparecer en España las condiciones políticas que lo determinaron. Se trata, pues, del exilio que, dentro de su diáspora universal, comparten miles y miles de españoles republicanos en México con los expatriados en otras regiones del planeta: Francia, diversos países de América, Africa del Norte y la Unión Soviética.
El exilio mexicano ofrece ciertos rasgos -no todos comunes- con los de otros exilios españoles de la misma época. Y, entre ellos, están: 1) Su carácter político como consecuencia directa de la derrota militar que el pueblo español ha sufrido en su defensa de la República agredida por el fascismo nacional y extranjero. 2) Su carácter masivo, pues, a diferencia de otros exilios, tan frecuentes en la historia de España, particularmente en el siglo XIX, no sólo forman parte de él una élite política o intelectual, sino decenas de miles de españoles. 3) Su reflejo de la composición de la España republicana en tres planos: a) territorial, pues los exiliados proceden de todas las regiones españolas
b) social, ya que en él se hallan representados los diversos sectores o clases sociales que, en la guerra civil, se alinearon con la República: burguesía liberal, clases medias, obreros, campesinos e intelectuales y, c), profesional, dado que en él pueden encontrarse los más variados oficios y profesiones. Aunque el exilio mexicano es conocido, sobre todo, por las aportaciones de sus escritores, artistas y universitarios y aunque, en sus primeros años, son los políticos quienes ocupan el proscenio, detrás de unos y otros está la callada y laboriosa mayoría constituida por profesionales y trabajadores. La composición del exilio en los tres planos señalados se refleja asimismo en el escenario político, formado por republicanos propiamente dichos, socialistas, comunistas, anarquistas y nacionalistas gallegos, vascos y catalanes. Ninguna de esas franjas tiene la hegemonía en el espectro político, aunque la prensa reaccionaria mexicana, haciéndose eco de la franquista llama a todos, indistintamente “rojos”. Por otra parte, hay que reconocer que, con esta composición política, que era la misma de la España republicana durante la guerra civil, se dan también sus rivalidades y divisiones internas y, en su forma más enconada, entre socialistas de Prieto y de Negrín, con sus respectivos aliados. Por último, destaquemos otros dos rasgos del exilio del 39: 1) su duración (36 años) que excedió con mucho la que auguraban los más pesimistas y, 2), la transformación de lo que originariamente era destierro en transtierro, es decir, en la integración sucesiva del exiliado en la vida del país que le ha acogido.
Dejemos en suspenso, por ahora, lo que hay de común, y a la vez de diferente e incluso opuesto, entre ambos términos, así como el matiz con el que nosotros aceptamos el neologismo de Gaos para designar esa integración. Fijemos, en este momento, nuestra atención, en el concepto general de exilio en el que se inscriben esos dos modos de darse, o interpretarse, que pueden llamarse “destierro” y “transtierro”. El exilio en general, todo exilio, comprende dos dimensiones esenciales de este tener que salir y vivir fuera de la patria (expatriarse): una, contra el propio deseo o la propia voluntad, y otra, por la imposibilidad de vivir en ella -dado el riesgo de persecución, prisión o muerte- en condiciones de dignidad y libertad. Así pues, la condición de exiliado supone una doble relación: a) con la patria de la que se ve arrojado (que no es la misma relación del que, asumiendo sus mismos ideales dentro de ella y también contra su propia voluntad, vive el llamado “exilio interior”) y, b), con la tierra que le acoge (relación que no es tampoco la misma de los que viven en su propia tierra). Cada una de estas dos relaciones se vivirá, o se interpretará de distinta manera, según que el exilio se conciba como destierro o como transtierro.
A juicio de mi ilustre maestro José Gaos, el exilio se vive en México de un modo específico que él llama “transtierro”. Se trata de un modo de sentirlo que él explica por las condiciones que se dan en los países hispanoamericanos y, particularmente, en México. Estas condiciones consistirían en compartir esos países y España no sólo una misma lengua, sino también una historia contemporánea común, aunque en diferentes planos: real, en la América hispana ideal, en España. En virtud de ellas, los exiliados españoles encuentran en Hispanoamérica, en su historia real, el cumplimiento del sueño ilustrado: liberal, democrático, independentista, que no se ha podido cumplir en España. Apenas iniciado el exilio, exactamente en los años 42 y 43, Gaos apunta ya a este modo de sentirse el exiliado español que lo diferencia de los que proceden de otra parte de Europa. En un ensayo publicado en Cuadernos Americanos, revista fundada por intelectuales mexicanos y españoles exiliados, dice Gaos: “Si destierro es el de los centroeuropeos en América española, no lo es el de los españoles en ésta... Para la situación de los ‘refugiados’ españoles en México he usado alguna vez la expresión ‘transterrados’.” Como vemos, a pocos años de iniciado el exilio, 1942-1943, ya Gaos hace constar que la naturaleza del exilio español en Hispanoamérica no es la propia del destierro y de ahí el término ‘transterrado’ que acuña para expresar la peculiaridad de ese exilio español. Pocos años después, en 1947, en otro ensayo titulado Los Transterrados Españoles de la Filosofía en México recuerda que la acogida que le brindaron sus colegas mexicanos, le llevó a expresar públicamente ante ellos que “no nos sentíamos desterrados, sino simplemente ‘transterrados’.” Más tarde, en 1963, vuelve sobre el mismo punto en un texto que lleva el significativo título de Confesiones de Transterrado y en él encontramos no sólo una clara delimitación del concepto, sino también las razones profundas, que más allá del sentimiento de gratitud, lo explican.
Antes de seguir adelante, señalemos el hecho de que el neologismo “transterrado” ha corrido con muy buena fortuna entre los españoles exiliados y, sobre todo, entre los intelectuales y políticos mexicanos, hasta el punto de convertirse en un lugar común. E incluso se ha llegado a extender su uso a exiliados en otros países -como Estados Unidos- a los que Gaos jamás lo hubiera extendido. Pues bien, ¿en qué consiste ese transtierro como modo específico de darse el exilio, particularmente el mexicano? La respuesta a esta pregunta nos permitirá determinar si estamos ante un concepto teórico o si sólo estamos, al contrastarlo con la realidad, ante una interpretación infundada o ideologizada del exilio.
Gaos utiliza el término “transterrado” para expresar el modo peculiar de relacionarse él -Gaos- con la tierra que tan generosamente le ha acogido. Y esa relación se manifiesta en el sentimiento de no encontrarse en tierra ajena. O dicho con sus propias palabras: “Desde el primer momento (subrayado nuestro) tuve la impresión de no haber dejado la tierra patria por una tierra extranjera, sino más bien de haberme trasladado de una tierra de la patria a otra... y queriendo expresar cómo yo no me sentía desterrado... se me vino a la mente y a la voz la palabra transterrado...” Lo que equivale a decir que el exiliado se siente en su nueva tierra como trasplantado o prolongando en ella. Esto presupone, asimismo, que hay algo común entre una tierra y otra. Este “algo común” es lo que permite que la suya, España, se encuentre o trasplante en la nueva. Ciertamente, no se trata de la España que le ha arrojado al exilio, sino de la que ha perdido al frustrarse sus ansias de libertad y dignidad humana. Por ello, dice Gaos también poniendo al acento en el tronco común a España y a la América Hispana: “España es la última colonia de sí misma, que permanece colonia de sí misma, la única nación hispanoamericana que del común pasado imperial, queda por hacerse independiente no sólo espiritual, sino también políticamente”.
Se trata, pues, de la España que tiene que liberarse a sí misma de esa otra de la que se han liberado los países hispanoamericanos. Pues bien, esa España encadenada es la que Gaos dice haber encontrado, ya liberada, en la que él llama “patria de destino”. Pero, si esto es así, se comprende que se sienta transterrado, y no desterrado. Y de ahí que encuentre razonable “aceptar el destino mexicano efectivamente como destino” y, por tanto, no vivir en el plan provisional del que espera vivir otra vida: la que se daría con la vuelta a la “patria de origen”.
Así pues, “transtierro” significa para Gaos integración del exiliado en su nueva tierra, o “patria de destino”, pero no como resultado de un largo y contradictorio proceso, sino “desde el primer momento”. De acuerdo con esta concepción, el transterrado no se siente extraño en su nueva tierra, sino arraigado en ella. Esto determina, asimismo, su sentido del tiempo: el presente domina en él sobre el pasado, así como sobre el futuro. Al vivir en plan definitivo, se desvanece el ansia de volver, la obsesión del retorno con el que inauguraría una nueva vida. El propio Gaos se pregunta: “¿No eran (no son) demasiadas vidas?” Y como respuesta decide quedarse definitivamente en México, pues, como él apostilla: “...Me sentía, me vivía, ya empatriado y muy a fondo” en él. Con este predominio del presente que se vive no hay lugar para la nostalgia ni tampoco para añadir -con la esperanza de la vuelta- una nueva vida en el futuro.
Tal es la visión gaosiana del exilio que, como vemos, gira en torno a dos ejes fundamentales: 1) Cierta idea de España y de la América Hispana y, 2), la experiencia subjetiva de sentirse en la nueva tierra como trasplantado o prolongado en ella. Esta concepción puede objetarse, como la hemos objetado desde hace años, teniendo en la mira los dos ejes citados, por dos razones. Primera: porque su idea de la América hispana, según la cual en ella se cumple el ideal ilustrado, liberador o liberal, independentista, que en España no se ha podido cumplir, pasa por alto, o al menos suaviza, la dura y larga cadena autoritaria, caudillista, que esos países han tenido que arrastrar desde su independencia, o sea: desde comienzos del siglo XIX hasta casi las postrimerías del presente. Y por lo que toca al caso particular de México, cabe observar que, no obstante los grandes logros políticos y sociales de la Revolución de 1910, y sobre todo en su último tramo con el gobierno del general Cárdenas, este país no ha podido zafarse totalmente de esa cadena. Así lo demuestra el que hoy, después de siete décadas de dominio del PRI, el partido oficial, el problema central sea el de la transición a la democracia. Por otra parte, la independización política, nacional, de los países hispanoamericanos del imperio español, en el siglo XIX, no ha significado en el XX su independencia económica respecto de otro imperio: el yanqui. En suma, la concepción gaosiana del transtierro tiene como premisa una visión ideal o idealizada de la América hispana que no corresponde a su historia ni a su realidad. Segunda razón: porque el “sentirse transterrado desde el primer momento”, como experiencia vivida y expresada por Gaos, no corresponde al modo efectivo de sentirse los exiliados. La poesía de Luis Cernuda, Emilio Prados, José Moreno Villa, Pedro Garfias, León Felipe, Enrique Díez-Canedo, Juan Rejano y Juan José Domenchina, escrita en México, ha dejado claros testimonios del modo de sentirse el exiliado como desterrado, y no como transterrado.
Vivir el exilio como destierro no significa sólo verse forzado a abandonar la patria, sino también sentirse sin raíz ni centro en la tierra que le acoge. Por ello, lo que el desterrado valora no es lo hallado, sino lo perdido no el presente, sino el pasado que vivió y ahora reaparece en sus sueños hecho futuro. Vive, por tanto, transitoriamente, en vilo, es decir, entre la nostalgia del pasado que se cerró e inmovilizó un día, y la esperanza obsesiva del retorno, tras el paréntesis doloroso del exilio que, en los primeros años, se considera breve. Cerrado éste, se recuperará la España que se perdió o se verá realizada aquella con la que tanto se soñó desde el exilio. Esta fijación tenaz del desterrado en lo perdido y, consecuentemente, en el futuro en que se ha de recuperarlo, se traduce, sin que lo desee ni sea consciente de ella, en una doble ceguera ante una doble realidad: a) La tierra que pisa y tiene ante sus ojos y, b) la tierra idealizada que preside sus recuerdos y esperanzas. Ciertamente, sus ojos ven y no ven lo que le rodea, y cuando lo ve no se le presenta como es, sino a través del cristal de esa España que para él no es una realidad, sino un sueño o una idea. Todo esto influye en su comportamiento: por un lado, con el mundo en que vive efectivamente, y por otro, con el mundo en que vive idealmente y al que espera volver realmente cuando sus sueños se cumplan. En ambos casos, su España perdida, idealizada, se hace presente y determina su modo de sentirse español muy español, tanto dentro de la tierra que le acoge, y con respecto a ella, como fuera de la tierra de la que ha sido arrojado y con relación a ésta. Pero, en un caso como en otro, el desterrado español se siente superior, convencido de que la patria que ha perdido encarna los valores universales humanistas que en el mundo moderno se han degradado. Por encarnarlos, el desterrado asume como un deber ser fiel a la causa que ha sido derrotada y a esa España que ha caído precisamente en la defensa de esos valores.
En el editorial del número 1 de España Peregrina, escrito por Bergamín, Xirau y Carner, y en un año tan tempranero como 1940, se dice: “Ha sido víctima (España) de su creencia pacífica en la Libertad, en la Justicia, en la Verdad, en el Progreso. Por estos bienes sumos, ha expuesto verdaderamente su vida frente a un mundo de doblez, de alevosía, de iniquidad y de barbarie, cuya suprema razón es la criminal de exterminio”. Hay, pues, una conciencia de la superioridad de la España que el desterrado encarna. De ahí su acendrado nacionalismo -que contrasta con el pálido que asumía en su patria- y el deber que asume de liberarla. Presuponiendo esta misión se invoca una y otra vez a España, y su nombre figura en revistas muy representativas: España Peregrina, España y la Paz, Las Españas, España Popular. Y en aquellas, como Romance y Ultramar, que no se dirigen directamente a lectores exiliados, el vivo nacionalismo o españolismo se deja ver en la composición hispana de sus redacciones. Ese españolismo impregna también una parte sustancial de la poesía que se hace en el exilio, dando forma a los sentimientos de dolor, nostalgia, esperanza o desencanto del desterrado. Y la expresión poética de esos sentimientos se conjuga con las reflexiones -no exentas de pasión- acerca de la realidad y la historia de España en obras como las de Antonio Sánchez Barbudo, Ramón Iglesias, Eduardo Nicol, Joaquín Xirau o Anselmo Carretero.
Ciertamente, la patria que duele o la que se exalta, se sueña o idealiza no tiene nada que ver con la España “imperial”, “eterna”, de la doctrina franquista de la “Hispanidad”’. Es, en verdad, su antítesis: la España quijotesca, humanista, que a lo largo de los siglos desde Luis Vives y Bartolomé Díaz de las Casas hasta Antonio Machado, ha tratado de liberarse una y otra vez -la guerra civil ha sido su último y frustrado intento- de su carroña espiritual y su miseria material. España, como valor supremo ante la otra España que la niega y, más allá de ella, como valor universal en un mundo -como lo calificaban Bergamín, Xirau y Carner- de “doblez, iniquidad y alevosía”. Españolismo, pues, de signo diametralmente opuesto al de la “Hispanidad”, pero españolismo al fin. Ahora bien, cuando hablemos de este nacionalismo español o hispanismo “bueno”, en oposición al perverso del franquismo, nos referimos a una actitud, sentida o pensada, que el exilio alimenta, dado como es vivido: desarraigo, nostalgia del pasado, predominio del futuro sobre el presente e idealización de la patria perdida, lo que se traduce en la doble ceguera, que ya apuntamos: ante la tierra en que se vive y ante la tierra propia.
Podría pensarse cue la visión gaosiana del exilio permite escapar de este nacionalismo, dado que -de acuerdo con esa visión- el exiliado se siente “transterrado” en tierra ajena y ésta se le presenta como propia. Ahora bien, si se le presenta así, es porque en ella encuentra lo perdido, o sea: lo que hay de español en la tierra ajena. Vale decir: se siente transterrado por lo que, con ella, le identifica: su españolidad, y no por lo que le diferencia: su componente prehispánico o indígena. En consecuencia, lo que hace vivir al exiliado en su nueva tierra en plan definitivo, sin la obsesión del retorno y con el sueño de otra vida en su “patria de origen”, es el haberla encontrado en la tierra que le acoge o “patria de destino”. En suma, si el desterrado cierra los ojos a la tierra de asilo por sentirse ajeno o extraño, el transterrado los abre justamente por lo que hay de propio, de español, en ella. Nacionalismo, al fin -como decíamos-, en un caso y otro, por diferentes razones, aunque ambos tengan en común su oposición al de la “Hispanidad”.
Veamos ahora la relación o actitud del desterrado ante la España que le arrojó al exilio y que no es otra sino la realmente existente. Podemos considerarlas en tres planos: 1) el de la visión que tiene de ella desde el exilio; 2) el de la acción política encaminada a deshacerse de esa España franquista, realmente existente y a recuperar la España republicana y, 3), el de la cultura que se hace en el interior de esa España que sigue existiendo aunque se abomine de ella.
En el primer plano, la visión del desterrado de la España realmente existente no puede ser -y con razón- más negativa. Es la de una España que vive, o muere, bajo un régimen fascista peculiar y que, apoyándose en una represión generalizada, aplasta toda libertad y asfixia toda potencialidad creadora. Se trata de una visión que, durante muchos años, corresponde a la realidad. Pero ésta no es estática; desde mediados de la década de los 50 se registran diversos cambios en diferentes niveles: económico (desarrollo industrial en dirección capitalista); político-social (primeras huelgas obreras, estudiantiles, incipientes disidencias dentro del régimen y primeros brotes de la lucha clandestina), y en el nivel cultural (primeros frutos al margen de la cultura oficial). Sin embargo, la visión del desterrado, por estar anclada en su idea de España más que en la realidad, y también por su alejamiento en el tiempo y el espacio y su falta de información, permanece estática. Se cierra así la posibilidad de percibir y aquilatar los cambios que se van produciendo. Ciertamente, su condición de desterrado, su fidelidad a los valores e ideales republicanos, eleva su conciencia crítica ante el régimen que brutalmente los niega y, con ella, da voz en el exterior a los que no pueden tenerla dentro. Pero, siendo muy importante la denuncia, la crítica del régimen opresor y la defensa de los principios y valores que niega, el exilio comprende la necesidad de la acción para desplazar el franquismo y recuperar y restablecer el orden legal, republicano, suplantado por él. Y esta acción es, ante todo, política.
Nos adentramos, así, en el segundo plano que habíamos señalado en la relación del exilio con la España realmente existente: el de la política. Durante el primer periodo del exilio (años 40 y mitad de los 50), se despliega en él una intensa actividad política. En esos años, el centro de la política antifranquista se halla en el exilio, y especialmente en México. Ello no es casual: en México se concentran la mayor parte de los dirigentes políticos y representantes de las instituciones republicanas. Por otra parte, fiel a su política de ayuda a la República durante la guerra civil, refrendada con su generosa hospitalidad a los vencidos militarmente -no moralmente-, México permite sin cortapisa alguna la frenética actividad política antifranquista, así como el funcionamiento en su suelo de las instituciones republicanas. Ahora bien, la política en el exilio tiene como marco internacional la Segunda Guerra Mundial y la inmediata posguerra. Con la confianza puesta en la defensa que proclaman los aliados, de la libertad, la democracia y la justicia, la política en el exilio se orienta hacia el exterior, hacia las “democracias” occidentales. De ellas se espera, después de la victoria, una intervención decisiva en favor del restablecimiento de la República. La alianza, de hecho, del franquismo con el nazifascismo durante la guerra, parece justificar esta esperanza. Incluso cuando, en los 50, ya se advierten las primeras señales de vida de la oposición interior, los partidos republicanos nada más miran a las potencias occidentales. Sólo los comunistas, negándose a reducirse a un partido en el exilio, coordinan desde él su lucha clandestina en el interior.
La política en el exilio mantuvo en alto los principios republicanos por los que se había combatido en la guerra civil, pero también se desgastó con sus rivalidades internas que, a la postre, se convirtieron en un obstáculo para alcanzar los frutos que de los esfuerzos diplomáticos esperaban. Se ha exagerado, sin embargo, el peso de este divisionismo interno en el fracaso de la política del exilio. Ahora bien, el fracaso estaba ya sentenciado por la naturaleza misma de esta política, por su orientación total hacia el exterior al poner el destino de España en manos de las “democracias” occidentales. Ahora bien, aunque ese divisionismo se hubiera superado y se hubiese contado con esa ayuda exterior, que nunca se dio, la consecución del objetivo liberador que se buscaba, sólo podía provenir -como lo demostró el desarrollo histórico posterior- de la acción coordinada de las diversas y amplias fuerzas de la oposición política interior. El factor que los partidos del exilio -con la excepción señalada- consideraban decisivo, o sea, la intervención exterior, era completamente ilusorio. En verdad, las “democracias” de Occidente no podían estar interesadas en deshacerse de Franco, sobre todo desde cuando percibieron, y especialmente Estados Unidos, que podía ser, de hecho, un aliado en la “guerra fría”. De ahí que la política del exilio estuviera condenada, por su orientación exclusiva hacia el exterior, al fracaso. Por otra parte, en aquellos años -los 40 y primeros 50- había que descartar que la oposición interior, contenida por una implacable represión, pudiera tener un peso decisivo, sin contar con que la fuerza más combativa y abnegada de ella -los comunistas- llevada por cierto subjetivismo, tendía a tomar sus ideas por realidades.
Con respecto a la actitud de los exiliados ante la España realmente existente en el plano cultural, es innegable que, en los primeros años, tenían razón al proclamar a los cuatro vientos que la cultura española estaba en el exilio. Ciertamente, en contraste con la fecundidad, riqueza y extensión de sus logros en los más diversos campos: poesía, narrativa, filosofía, ciencia, artes, historia, etc., así como en la fundación de revistas, editoriales e instituciones educativas, el panorama de la cultura en España era un verdadero erial. Al expatriarse, los universitarios, escritores, científicos y artistas se llevaron consigo la cultura española misma. Por ello, León Felipe, refiriéndose a la poesía, dijo en unos versos memorables:
Hermano, tuya es la hacienda...
La casa, el caballo y la pistola...
Mía es la voz antigua de la tierra.
Tú te quedas con todo
Mas yo te dejo mudo... ¡mudo!
Y me dejas desnudo y errante por el mundo...
Y ¿cómo vas a recoger el trigo
y alimentar el fuego
si yo me llevo la canción?
La casa, el caballo y la pistola...
Mía es la voz antigua de la tierra.
Tú te quedas con todo
Mas yo te dejo mudo... ¡mudo!
Y me dejas desnudo y errante por el mundo...
Y ¿cómo vas a recoger el trigo
y alimentar el fuego
si yo me llevo la canción?
En verdad, la conciencia de la superioridad de la cultura en el exilio, estaba plenamente justificada durante esos primeros años. Pero, al extenderse más allá de los límites que imponía la propia realidad, condujo a una ceguera ante las plantas que comenzaban a crecer en el campo cultural, y que en el de la poesía llevaban los nombres de Blas de Otero, José Hierro, Gabriel Celaya, Angela Figueras, Victoriano Cremer o Eugenio de Nora. Durante algunos años, los intelectuales exiliados no sólo cerraban sus ojos ante aquel campo que comenzaba a florecer, sino consideraban que, para mantener su pureza política y moral, debían mantenerse incontaminados a distancia de él. De ahí la reprobación, en los medios intelectuales exiliados, de toda colaboración en las publicaciones del interior. Tal era la actitud del exilio, en esos años, ante la España realmente existente en los tres planos que hemos considerado.
Esa actitud -mentalidad y sensibilidad, a la vez- va a cambiar a medida que, con el tiempo, la muerte va adelgazando las filas de los exiliados. Lo que cambia, en definitiva, es el modo de sentirse español por un lado, ante la tierra a la que se va integrando, al echar en ella nuevas raíces y, por otro, ante la España efectiva en la que dejó sus viejas raíces. Pues bien, ¿qué determina ese cambio de mentalidad y sensibilidad? Al convertirse el franquismo -con el apoyo de Estados Unidos, la complicidad de Francia e Inglaterra y el contubernio con la Unión Soviética- en miembro de las Naciones Unidas, se disipan las esperanzas en un retorno pronto y digno. A partir de este momento crucial, los exiliados desencantados se instalan en el presente y abren sus ojos a la tierra que pisan. La política -sobre todo la que sólo miraba hacia el exterior- pierde toda credibilidad. Un sector numeroso del exilio la abandona; otro, desilusionado, se repliega en su vida mexicana. Un grupo, articulado en torno a la revista Las Españas y el juvenil Movimiento Español-59, proponen sin éxito un nuevo modo de hacer política. Finalmente, quedan, aunque mermados, quienes supeditan la política en el exilio a la que se hace clandestinamente en el interior.
Y en cuanto a la actitud ante la cultura que se hace en España, lo que se descubre y se sabe de ella lleva al reconocimiento -no sin resistencias- de que la cultura ya no está sólo en el exilio. Después de muchos años de desconocimiento, se reconoce que una nueva generación, alzándose en el erial en las condiciones más adversas, releva a la del exilio. León Felipe, el mismo que había proclamado que España se había quedado sin canción -es decir, sin poesía- se retracta ahora, en 1958, en su prólogo al libro Belleza cruel, de Angela Figueras, con estas palabras: “Nosotros no nos llevamos la canción… los que quedásteis en la casa paterna, en la vieja heredad acorralada... vuestros son el salmo y la canción.” Y, de acuerdo con este reconocimiento, en el exilio se hacen esfuerzos, especialmente por la Unión de Intelectuales Españoles en México, para estrechar sus lazos con los intelectuales del interior, se alientan y propagan sus voces críticas y sus denuncias y se divulga la obra que hacen contra viento y marea. Y, sin embargo, de la misma manera que -aquí y allá- no se acepta fácilmente la política de reconciliación nacional y de liquidación del espíritu de guerra civil, tampoco es fácil hacer saltar la muralla que, durante tantos años, ha separado a los intelectuales de afuera y de adentro, como lo demuestra la cautela, e incluso resistencia, con la que se acoge -aquí y allá- el ensayo de José Luis Aranguren que se proponía precisamente trascender esa muralla. Con todo, el reconocimiento mutuo fue llegando, aunque el del exilio, por parte del Estado español, ha sido más bien, hasta ahora, materia del olvido.
Esa actitud -mentalidad y sensibilidad, a la vez- va a cambiar a medida que, con el tiempo, la muerte va adelgazando las filas de los exiliados. Lo que cambia, en definitiva, es el modo de sentirse español por un lado, ante la tierra a la que se va integrando, al echar en ella nuevas raíces y, por otro, ante la España efectiva en la que dejó sus viejas raíces. Pues bien, ¿qué determina ese cambio de mentalidad y sensibilidad? Al convertirse el franquismo -con el apoyo de Estados Unidos, la complicidad de Francia e Inglaterra y el contubernio con la Unión Soviética- en miembro de las Naciones Unidas, se disipan las esperanzas en un retorno pronto y digno. A partir de este momento crucial, los exiliados desencantados se instalan en el presente y abren sus ojos a la tierra que pisan. La política -sobre todo la que sólo miraba hacia el exterior- pierde toda credibilidad. Un sector numeroso del exilio la abandona; otro, desilusionado, se repliega en su vida mexicana. Un grupo, articulado en torno a la revista Las Españas y el juvenil Movimiento Español-59, proponen sin éxito un nuevo modo de hacer política. Finalmente, quedan, aunque mermados, quienes supeditan la política en el exilio a la que se hace clandestinamente en el interior.
Y en cuanto a la actitud ante la cultura que se hace en España, lo que se descubre y se sabe de ella lleva al reconocimiento -no sin resistencias- de que la cultura ya no está sólo en el exilio. Después de muchos años de desconocimiento, se reconoce que una nueva generación, alzándose en el erial en las condiciones más adversas, releva a la del exilio. León Felipe, el mismo que había proclamado que España se había quedado sin canción -es decir, sin poesía- se retracta ahora, en 1958, en su prólogo al libro Belleza cruel, de Angela Figueras, con estas palabras: “Nosotros no nos llevamos la canción… los que quedásteis en la casa paterna, en la vieja heredad acorralada... vuestros son el salmo y la canción.” Y, de acuerdo con este reconocimiento, en el exilio se hacen esfuerzos, especialmente por la Unión de Intelectuales Españoles en México, para estrechar sus lazos con los intelectuales del interior, se alientan y propagan sus voces críticas y sus denuncias y se divulga la obra que hacen contra viento y marea. Y, sin embargo, de la misma manera que -aquí y allá- no se acepta fácilmente la política de reconciliación nacional y de liquidación del espíritu de guerra civil, tampoco es fácil hacer saltar la muralla que, durante tantos años, ha separado a los intelectuales de afuera y de adentro, como lo demuestra la cautela, e incluso resistencia, con la que se acoge -aquí y allá- el ensayo de José Luis Aranguren que se proponía precisamente trascender esa muralla. Con todo, el reconocimiento mutuo fue llegando, aunque el del exilio, por parte del Estado español, ha sido más bien, hasta ahora, materia del olvido.
Llegamos al final de nuestra exposición. A lo largo de ella hemos considerado dos visiones del exilio: como destierro y como transtierro. Hemos visto que, durante los primeros años sobre todo, el exilio sólo existió y se vivió como destierro. Pero el exilio duró casi cuarenta años, tiempo más que suficiente no sólo para enterrar a casi todos los exiliados, sino también para acabar en los que sobrevivían con la perspectiva siempre anhelada de la vuelta. La posibilidad real de volver llegaba demasiado tarde. Con el tiempo, el desarraigo había dejado paso a nuevas raíces, a la integración del exiliado en la tierra que le acogió, compartiendo en ella las alegrías y sufrimientos de su pueblo, sin renunciar por ello a los ideales por los que un día se vio arrojado al exilio. En suma, el destierro se convierte, sin dejar de ser totalmente tal, en transtierro.